Era un día radiante. La agradable luz del sol cubría las amplias aceras del barrio más prestigioso de la ciudad. Todos y cada uno de los locales comerciales se habían preocupado por decorar sus exquisitos escaparates con adornos navideños. Abetos, luces de colores, lazos, bolas de nieve, calcetines…todo era poco cuando de ensalzar los exquisitos productos que mostraban sus vitrinas se trataba. En el ambiente, se entremezclaban el olor a castañas y caros perfumes con el de los gases que emitían los vehículos y las calefacciones de los elegantes edificios que se erigían sobre las tiendas. Numerosas marquesinas publicitarias bombardeaban a los viandantes anunciando fragancias y complementos de moda de firmas extranjeras; su objetivo era hacer imprescindible lo innecesario y vaciar las abultadas billeteras de los vecinos del barrio.
Era uno de esos días entre semana en el que los niños han liberado las calles permitiendo que sean dominadas por ociosas amas de casa, raudos ejecutivos o personal de servicio de origen extranjero que realiza los recados de una idílica familia numerosa.
Mientras tanto, una joven caminaba con paso decidido por la amplia avenida. Se protegía del frío con un robusto abrigo, guantes y gorro que adquirió, tiempo atrás, en una de las mejores boutiques de la ciudad. Colgado de su hombro, un clásico y pequeño bolso verde de origen francés que hacía juego con sus zapatos de tacón. De repente, cambió de rumbo con la intención de cruzar por uno de los amplios pasos de cebra que cada pocos metros conectaban ambos lados de la calle. Se paró en seco. El semáforo estaba en rojo. Acomodó como pudo las numerosas bolsas que colgaban de sus manos. Todas estaban elaboradas con resistentes materiales y lujosos acabados, pues su contenido no era para menos. Mientras esperaba, sacó como pudo el enorme teléfono móvil de gama alta que guardaba en su pequeño bolso verde. Se quitó con los dientes el guante de su mano derecha y descubrió unas finas manos que estaban perfectamente cuidadas, semana tras semana. Tras pulsar un par de veces la pantalla, apoyó el dispositivo sobre la lana que cubría su oreja. Dejó volar su mente.
Las nubes empezaban a ocultar la luz que ofrecía el día. No era una jornada demasiado propicia para esquiar, pero ahí estaba ella, equipada con su llamativa indumentaria. Quería aprovechar la escapada y disfrutar de los dos días libres que le habían dado en el banco donde trabajaba. Estaba sola, no había ni rastro de ningún otro inconsciente que se hubiera querido adentrar en las peligrosas y salvajes zonas en las que ella tanto disfrutaba. Antes de continuar deslizándose sobre la nieve, cuando estaba a punto de descender por aquella inclinada vertiente, notó cómo su dispositivo móvil vibraba en el bolsillo. Con dificultad, logró sacar sin quitarse los guantes el aparato de su pantalón. Descolgó.
—¡Hola, Beli! ¿Cómo estás, gordi?
—Eugenia… —contestó.
—Tía, estaba por ahí dando una vuelta…¡No sabes que follón! Colas en todos lados. Para que luego digan que hay crisis. —«Tienes veintitrés años y hablas igual que tu madre», pensó Belén—. Última vez que organizo la cena de Navidad en casa. ¡Llevo toda la mañana de compras de un lado para otro! —A Belén se le había olvidado por completo aquella cita. Pero el comentario de Eugenia le refrescó la memoria. Recordó cómo, semanas atrás, ella y su grupo de amigas del colegio se habían comprometido a hacer una cena de Navidad, todas juntas, en el nuevo piso de Eugenia.
Para Belén, aquellas cenas eran unos encuentros cargados de superficialidad e hipocresía que siempre resultaban tremendamente difíciles de agendar, a pesar de que todas vivían en el mismo barrio y el dinero no era un inconveniente.
Belén no tenía claro que tuviese sentido todo aquello. Preferiría verlas otros muchos días a lo largo del año pero, normalmente, estos estaban plagados de excusas, prioridades ocultas y silencios.
En su opinión, aquella tradición se sostenía, simplemente, con un argumento banal: «hay que verse». Pero muy a su pesar, era de las pocas costumbres que mantenían como grupo. Con el único objetivo de no separarse de ellas para siempre, año tras año, seguía siendo participe de aquel frívolo espectáculo. La naturalidad y la espontaneidad a la hora de organizar una reunión habían pasado a mejor vida. Tenía que asumirlo.
Al notar el silencio que se producía al otro lado de la línea, Eugenia volvió a dirigirse a ella:
—Beli, ¿estás ahí?
—Sí, sí, perdona —afirmó tras conectar de nuevo con la conversación.
—¿No te habrás olvidado de lo de la cena, no?
—¿Cómo me iba a olvidar? Qué cosas tienes, Eugenia, de verdad…
—Ah…vale, vale. Bueno, te dejo que te oigo fatal. ¡A saber dónde te has metido! Te espero esta noche y no me falles, ¿eh? Por cierto, no te olvides del regalo.
—Te lo prometo. Allí estaré.
—¡Qué ganas! ¡Un besito!
Al terminar de hablar con su amiga, Belén volvió a guardar el teléfono en el bolsillo del pantalón. La cena de Navidad adelantaba el final de su aventura. Si quería llegar, tenía que ponerse en marcha. Iba con el tiempo justo para recoger sus cosas del cutre hostal donde se había alojado la noche anterior e ir a la estación a coger el primer tren que la llevase de vuelta a la ciudad.
La noche era oscura. A través de las ventanillas del vagón apenas se podía intuir la espesura de la vegetación que escoltaba las vías del ferrocarril en casi toda su extensión. No había bonitas y coloridas vistas sobre las que volcar sus pensamientos. No era la primera vez que Belén viajaba sola con el objetivo de desaparecer del mundo. Normalmente, solía refugiarse en salvajes paisajes de hielo, desconocidos para los turistas convencionales. Este tipo de escapadas, cada vez eran más frecuentes.
Mientras miraba desinteresadamente el reflejo que le devolvía el cristal, hizo un repaso de su amistad con Eugenia, Casilda y Mencía. Se conocían de toda la vida y siempre habían estado juntas.
Desde pequeñas, Eugenia había sido la más bondadosa de las cuatro y siempre se había preocupado mucho por el resto del grupo. En el colegio, a pesar de ser la mejor de la clase, sus problemas de peso hacían que fuese muy insegura. Cuando se hizo la reducción de estómago, ganó toda la seguridad que, durante años, parecía que la vida le había negado, lo que le dio fuerzas para enfrentarse al mundo y demostrar su valía.
Casilda era la más caprichosa y apasionada de las cuatro. Tras encontrar a su primer novio poniéndole los cuernos con su catequista, decidió no volver a tener una relación de pareja en su vida y, hasta el momento, cumplía su promesa disfrutando de la soltería, rodeada de lujos y amantes pasajeros.
Por otro lado, estaba Mencía. Era la más guapa del grupo, pero tan tímida y retraída que incluso los valientes que intentaban ligar con ella salían espantados. En el último año de colegio, comenzó a salir con el hijo del socio de su padre, Antonio, con el que ahora estaba prometida.
Por último, estaba ella. La más inquieta de las cuatro. Cuando eran pequeñas, no se sentía muy diferente al resto; todas ellas procedían de familias adineradas y frecuentaban los mismos ambientes: lugares reservados para una selecta minoría. Sin embargo, un viaje a la nieve cambió su vida para siempre.
Desde los tres años, Belén solía visitar en invierno junto a su familia diferentes estaciones de esquí de toda Europa. Era su deporte favorito y se le daba realmente bien. Además de los viajes con sus padres, solía apuntarse a la Semana Blanca que, anualmente, organizaban las monjas de su colegio. Eran excursiones donde un reducido grupo de niñas pasaban una semana esquiando guiadas por expertos monitores.
Cuando tenía diecisiete años, un observador de origen suizo se fijó en ella. Le dijo que, en su opinión, tenía mucho potencial para desarrollarse profesionalmente en el mundo del esquí. Le dejó su tarjeta y le pidió que se lo pensase. Le aseguró que si ella quería, podría convertirla en toda una estrella.
Belén volvió a casa entusiasmada tras el viaje. Habló con sus padres sobre la oferta que le había hecho aquel hombre. Sus padres, no quisieron saber demasiado sobre el tema. Le pidieron que no se dejase engañar, que era una apuesta muy arriesgada y nada segura. Belén insistió una y otra vez. «Hija mía, ¿no puedes estudiar una carrera normal como el resto de tus amigas?», preguntaba su madre intentando que cambiase de opinión. Su padre, cansado de la insistencia de su hija fue mucho más tajante. «Déjate ya de tonterías. No vas a ir a ningún lado. Te quedarás aquí e irás a la misma universidad que fuimos tu abuelo y yo. No hay más que hablar». Por poco que le gustase aceptarlo, Belén sabía que no tenía otra opción. Debía continuar viviendo la vida que sus padres habían diseñado para ella.
A pesar de haber seguido con el plan establecido, se negaba a ser como el resto de sus amigas. Aceptaba haber estudiado una carrera que no le gustaba y trabajar en un lugar que aborrecía, pero cada poco tiempo se oxigenaba disfrutando de su verdadera pasión, de aquello que más le reconfortaba en este mundo: la nieve. Era incapaz de describir la grata sensación que le producía deslizarse por las laderas de las montañas.
Poco a poco, el camino se iba iluminando y la negrura de los campos dio paso un grisáceo paisaje industrial propio de las afueras de una ciudad. Estaba tan inmersa en sus pensamientos, que no se había dado cuenta de que estaba llegando a su destino. El brillo anaranjado de las luces del horizonte se lo anunciaba. Eran las luces artificiales de un mundo que parecía incapaz de brillar por si mismo.
Llegó con el tiempo justo a la cena. No le dio tiempo a pasar por casa para dejar la pequeña bolsa de viaje y los esquís. Arreglarse para el evento era el menor de sus problemas.
Eugenia la recibió con un caluroso abrazo cuando entró por la puerta. «¡Eres la primera! Déjame el regalo que lo pongo en el árbol….». Belén confesó a Eugenia que se había olvidado del regalo de su amigo invisible. «No te preocupes, busco algo rápido por casa y se lo envolvemos, ¿te parece?», preguntó tan compresiva como siempre. Belén agradeció que le ayudase con ello.
Pretendiendo ser agradable con Eugenia, le preguntó qué había preparado para cenar. «Pavo con salsa de trufa, ¡está súper de moda!», contestó su amiga, orgullosa. A los pocos minutos, llegaron el resto de invitadas.
Cuando acabaron de cenar, Eugenia, Casilda y Mencía permanecieron durante unos minutos de sobremesa comentando lo rico que estaba el pavo, mientras apuraban los últimos sorbos de sus copas de vino. Belén se limitaba a asentir ante los comentarios de sus amigas.
—Venga, chicas, hora de abrir los regalitos —anunció Eugenia tras levantarse de la mesa—. Están esperándonos en el árbol.
Obedientes a las órdenes de la anfitriona, las tres amigas abandonaron el comedor y se dirigieron a la zona de estar. Los regalos, tres lujosas bolsas y un paquete envuelto con papel, se encontraban bajo el enorme árbol de Navidad que Eugenia había colocado junto a uno de los sofás de la estancia.
—Toma, aquí está el tuyo, Beli —dijo Casilda mientras le entregaba una bolsa negra, de una conocida boutique de moda francesa, en la que ponía su nombre.
—Gracias, Cas.
Una vez tenían cada una el paquete con su nombre, se sentaron en los sofás que rodeaban la mesa baja alrededor de la cual se organizaba la estancia. En ella, había cuatro copas de cristal que esperaban pacientes junto a una botella de champán.
—¡Me encanta! —gritó Eugenia mientras enseñaba al resto de sus amigas su regalo: un conjunto de lencería de color rojo—. No sé si es un poquito picantón para mí… —añadió entre risas —. En fin de año me lo pongo sin falta. —Guardó de nuevo su regalo en la bolsa y comenzó a servir el champán en las copas.
—Y a ti, Mencía, ¿qué te ha regalado el amigo invisible? —preguntó Eugenia interesada.
—Un pañuelo…de leopardo—respondió confusa. A sus amigas no les sorprendió su reacción. Tampoco estaban acostumbradas a que Mencía mostrase demasiado sus emociones. No parecía que le hubiese gustado mucho su regalo. Discretamente, buscó el ticket en el sobre que envolvía la prenda—. Llevaba tiempo queriendo uno así—añadió, intentando no parecer maleducada.
—¿Un puto pañuelo? A mi me regaláis eso después de la pasta que me he gastado en el conjunto de esta… —argumentó Casilda mientras señalaba a la anfitriona—. Y os mato, vamos.
—¡Cas! No seas grosera… ¡Están súper de moda! Además, como dice siempre mi madre, toda mujer debe tener un pañuelo de leopardo en el armario. Nunca sabes cuando lo puedes necesitar —puntualizó Eugenia antes de guiñarle un ojo a Belén.
Ella, con pasividad, continuaba observando las reacciones de sus amigas mientras habrían sus regalos. Necesitaba que alguien la sacase de allí. Cada vez soportaba menos la superficialidad de sus encuentros y las banales conversaciones que mantenían.
—Creo que conmigo se han confundido. Me han regalado este collar. Parece que es para ir a misa —respondió Casilda tras enseñar al resto su regalo. Mencía agachó la cabeza sonrojada.
—Lo puedes cambiar, estoy segura de que tendrá el ticket regalo en la bolsa —apuntó Mencía. Realmente le habían herido las palabras de su amiga.
—Es monísimo, tía…—añadió Eugenia.
—Si tanto te gusta, te lo cambio. Voy a dar más uso yo a ese conjunto que tú.
—Ay, Casilda, por favor…
—Bueno, da igual. Algún fin le encontraré.
—Beli, ¿no vas a abrir el tuyo? —preguntó Casilda cambiando de conversación. Ninguna de ellas se había percatado de que su amiga había permanecido observándolas a todas mientras hacían frívolos comentarios sobre sus regalos.
—Sí, sí, claro. —Belén comenzó a abrir el paquete. Cuando se deshizo de todo el envoltorio, descubrió que el preciado objeto que cubría aquel elegante papel era un pequeño bolso de color verde—. Justo lo que necesitaba… —mintió.
—¿Te gusta? ¿No te parece súper práctico? Te sirve tanto para días que vayas más arreglada o con unos vaqueros —Con sus comentarios, Eugenia quería dejar entrever que había sido ella la encargada de elegir su regalo. Al darse cuenta del desinterés de su amiga, se acercó a Belén y se sentó junto a ella. —. Alegra esa cara, gordi, que es Navidad y el bolso es precioso —le susurró al oído. Después le dio un cariñoso y sonoro beso en la mejilla. Tras este gesto, se acercó a la mesa y cogió una de las finas copas en las que había servido el espumoso—. Ahora, a brindar todas. ¡Por las cenas de Navidad! —dijo Eugenia alzando la voz.
Un par de horas más tarde, las cuatro amigas seguían alrededor de la mesa. Habían cambiado el cava por gin-tonics de color rosa, la nueva bebida favorita de Eugenia, servidos en copas de balón; no podía ser de otra manera.
Después de hablar de lo mucho que trabajaban todas, cotillear sobre la pedida de mano de Mencía y criticar a sus antiguas compañeras de colegio, Eugenia, Casilda, Mencía seguían disfrutando de aquel encuentro anual como si fuera un evento imprescindible para continuar con sus vidas. Belén, sin embargo, aprovechaba las copas para ahogar en aquel cursi líquido sus devastadoras opiniones sobre el caro y superficial mundo que las rodeaba.
Mencía fue la primera en abandonar el piso. Justificó su partida alegando que era tarde y Antonio, su prometido, le estaba esperando en casa. «Por las mujeres libres e independientes», brindó Belén para sí misma. Eugenia aprovechó la partida de su amiga para recoger las copas que se habían acumulado sobre la mesa e ir a por más hielo a la cocina.
—Beli, ¿qué coño te pasa? —espetó Casilda a su amiga—. Llevas toda la noche de morros. Mira que estás rara últimamente… pero, tía, es la cena de Navidad. Haz el favor de intentar divertirte.
—Estoy cansada…
—¿De qué?
—De todo. De mi vida, del mundo en el que vivimos, de vosotras…
—Tía, deja de beber. Te está sentando fatal —dijo Casilda antes de dar un sorbo a su copa. Belén la observó fijamente. ¿Cómo iba a entenderla? Ella era incapaz de plantearse una vida lejos de aquella burbuja. Siempre se había sentido cómoda allí. —¿Sabes? —añadió Casilda—. Creo que eres una niña mimada que no sabe valorar lo que tiene.
Cuando estaba a punto de entrar en el salón con la cubitera cargada de hielos, Eugenia escuchó la conversación que mantenían sus dos amigas. No quería intervenir.
Tras esperar unos segundos en el quicio de la puerta, discretamente, volvió a la cocina para evitar tener que tomar partido en aquella discusión.
—Tiene gracia que me lo digas tú… —respondió Belén.
—Pues sí, te lo digo yo. Me parece muy bien que te escapes por ahí a esquiar, que vayas de aventurera y te pegues tus viajes sola creyéndote más interesante que todas nosotras. Pero no te equivoques: todo eso es posible gracias al mundo en el que vives; al dinero que se han gastado tus padres en ti, y al jugoso sueldo que ganas en el banco. Si no tuvieras un duro, ya me dirás tú cómo ibas a estar todo el día por ahí dando tumbos. Vas de liberal e independiente pero al final llevas la misma vida que todas nosotras. Eso te convierte en una persona un poco hipócrita, ¿no crees?
—¿Perdona?
—Belén, madura de una puta vez. Que ya tenemos una edad. —Se le escapó una frívola carcajada—. Eugenia te seguirá el royo y te ayudará a seguir creyendo en tus sueños y en lo dura que es tu vida porque no te dejasen dedicarte a estar todo el día esquiando. Es demasiado buena. Pero yo creo que deberías dejar de ir por ahí de pijipi, quejándote de lo malo y frívolo que es el mundo en el que vives. Porque te guste o no, formas parte de él.
—Mira, Cas…
—Asume que esta es nuestra realidad —interrumpió su amiga mirándola fijamente—, es lo que nos ha tocado. Somos como esos delicados animales exóticos que están destinados a vivir en jaulas de oro. Fuera no hay lugar para nosotras. No duraríamos ni un asalto. —Pasó un mechón de pelo por detrás de su oreja. Echó un vistazo a su alrededor y acabó fijando su mirada en el elegante árbol de Navidad que decoraba el salón—. Personalmente, prefiero esto que morirme de hambre y no tener donde caerme muerta. No te voy a mentir.
Las palabras de Casilda hirieron profundamente a Belén.
—Eres demasiado cruel. Parece mentira que…
—No. Soy realista. Apadrina a un niño, vete a Bali o cámbiate el color del pelo…¡yo qué sé! Pero acepta que este es tu mundo o abandónalo de una puta vez. Eso sí, no vengas aquí a darnos sermones y actuar como si fueras mejor que nosotras. Porque no lo eres. —Casilda puso punto y final a la conversación bebiendo el último sorbo de su copa—. ¡Eugenia, trae hielo, por fa!
Al terminar su llamada, el semáforo continuaba en rojo. Hizo malabarismos por guardar el teléfono en el pequeño bolso verde sin dejar ninguna de sus bolsas. Cuando el disco cambió de color, la joven cruzó a la otra acera. «Si no me doy prisa, llegaré tarde al banco», pensó Belén. Había aprovechado un descanso en el trabajo para continuar con las compras para la cena de Navidad que celebraría en su casa aquella noche. Aquel año le tocaba a ella poner la casa.
El repiqueteo de los tacones acompañaba el elegante andar de la joven. De pronto, alguien interrumpió su marcha.
—Perdone, señorita, ¿me podría dar algo para comer? —preguntó un vagabundo que solía merodear por el barrio. Sin apenas levantar la mirada, Belén contestó que no llevaba nada suelto. Protegió el cierre del pequeño bolso con una de sus manos y continuó con su camino.
Javi, Muy bonito, como siempre. Un fuerte abrazo
Mercedes Pastor Turullols
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Muchas Gracias! Un abrazo, Merche 🙂
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